Vamos allá (Carlos Castán)
No es que el médico le hubiera prohibido conducir del todo: podía ir al centro comercial o a merendar a la sierra, siempre viajes cortos, bien descansado y sin pasar de ochenta. El problema es que nadie se fiaba de montar con mi padre por pequeño que fuese el trayecto. Los momentos previos a los viajes eran tensos porque él era quien llevaba las llaves del coche, colocaba a conciencia los bultos en el maletero y daba por supuesto que conduciría, como siempre, aunque ese siempre, como todos los siempres más tarde o más temprano, había empezado a deshacerse como una pastilla de jabón sumergida en el fondo de la bañera. El problema volvía a ser quién iba a decírselo esta vez y con qué argumentos, con qué piadosos engaños acabaría en el asiento del copiloto, con los ojos llorosos y sin entender gran cosa. Él se ponía solemne: es que ya, si me quitáis hasta el coche, apaga y vámonos; mis hermanas se ponían más dramáticas todavía: desde luego ninguno de sus hijos iba a morir en la carretera por darle un capricho a él, se ponga como se ponga, que se adormece de improviso, que da un volantazo cuando pisa el arcén, que se pone nervioso tras los camiones.
De alguna manera su vida había sido eso, llevaba en la cabeza el mapa de carreteras de España, gasolineras incluidas, de cuando iba a ver clientes aquí y allá. Llamaba por teléfono desde un hotel de Bilbao y a la mañana siguiente ya estaba en la otra punta, comiendo con unos señores de Sabadell, cerrando operaciones, merendándose el mundo. Yo miraba con tristeza sus pies para siempre sin pedales, sus frenazos contra la alfombrilla del coche.
Este verano hemos tenido que ir juntos a la playa. Nunca olvidaré su cara cuando, en el garaje de casa, le tendí las llaves del coche, como si tal cosa, como siempre, como si todavía estuviésemos viviendo dentro de ese siempre que se había agotado. Por un momento pensé que iba a derrumbarse de pura gratitud, pero en seguida se recompuso, buscó en la americana sus gafas sol, ajustó asiento y espejos, dejó a manos sus chicles y sus puritos y arrancó el motor, mientras yo, con el cinturón desabrochado, me iba despidiendo de las cosas y la luz del día, apaga y vámonos, y de un mundo que no era ya el de siempre, cuando todo estaba en orden y mi padre telefoneaba desde el otro extremo de una carretera interminable.
Carlos Castán
Zaragoza, agosto de 2011
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