Muere Félix Romeo (Iván González)
Anoche paseaba los ojos por la edición digital de ABC cuando me tropecé con la noticia de la muerte, a los 43 años, de Félix Romeo. Abrí otro periódico por si era mentira, pero en El País también se lamentaba por ello Elsa Fernández-Santos. A veces asomarse a la información es atragantarse con la madalena podrida de Proust y recordar que los escritores que conociste también mueren.
Félix Romeo solía venir a Madrid. Seguramente el viaje Zaragoza-Madrid y viceversa era el que más veces había hecho en su vida. No sabía que este, en el que acudía al décimo aniversario de la revista Letras Libres, iba a ser el último por culpa de una parada cardiaca.
Romeo estaba gordo como un tonelillo. Era de buen comer y mejor beber. Pero se ha largado a una edad indecente. Me acuerdo cómo pimplaba en aquel bar de Atocha donde nos reuníamos un grupillo de escritores -hasta un premio Adonáis de poesía andaba por allí- en un curso sobre minimalismo literario, o algo así, impartido por él, al que asistimos con la excusa de estudiar esa asignatura inestudiable de la escritura pero con el motivo real de intercambiar ideas y toparnos con otros especímenes de nuestra especie.
Todavía recuerdo aquella vez que le sonó el móvil. Era Javier Cercas. Íbamos a hablar de no sé qué pero acabamos charlando del éxito mediático de Soldados de Salamina. Romeo era un improvisador, acaso por su paso cinco años por la tele como director de La Mandrágora. No era de esos escritores tímidos y atrincherados en su obra. Tenía madera de buen crítico porque sabía escuchar y hablar con ecuanimidad de voces que le resultaban disidentes. Prefería leer a escribir por eso sólo compuso -era orfebre de poca palabra y frase precisa- tres novelas escasas pero siempre llevaba algún libro grandote sobre el que hablarnos bajo el brazo. Se reía con la extroversión de un dinosaurio y parecía un hombre feliz que comprendía el dolor, o sea un escritor metido en la vida hasta las mangas y no encajonado en ella.
Gracias a Romeo, colaborador de ABC hasta su muerte, al que gustó mucho mi primer libro, Otras alas, me sacaron en el suplemento cultural de dicho periódico una crítica bastante positiva. Se lo agradezco así como que cuando le conté que, aunque iba a escribir otro libro, sentía que jamás podría dejar del todo el Periodismo, me animas asegurándome que no era tan bizarro y que hasta a escritores consagrados como Vargas Llosa les ocurría lo mismo. Ahora tengo entre mis manos, leyendo la noticia de su muerte, aquella edición de bolsillo de La verdad sobre las mentiras, prodigio de periodismo entreverado con literatura, del premio Nobel peruano, que me regaló.
Hasta meses después de acabar el curso en La Casa Encendida mantuvimos contacto por mail, luego me parece que llegó el verano y yo me fui a no sé dónde y cuando acabé otro libro y le escribí, un par de años después, él ya no me contestó y no quise ejercer del inexcusable oficio de mosca cojonera, así que le perdí el rastro aunque seguí leyendo de vez en cuando sus chispeantes críticas de libros.
Jamás he sido heavy pero sé lo que significa todo eso porque nací y crecí en los primeros ochenta en Carabanchel, aunque los años y los barrios más al norte me han ido despojando de lo que allí se me pegó, y cuando vi por primera vez a Félix con sus patillas goyescas y su acento levemente maño creí que era uno de los nuestros. Así de primeras tenía aire de motero macarra y daba un poco de miedo con esa perilla de ángel del infierno y su currículum de encarcelado por insumisión que le llevó a protagonizar un corto de Trueba. Aquel comecuras dogmático que me pareció al principio se me vino abajo en las primeras conversaciones. Tenía una vasta cultura y era un tipo que no juzgaba al parroquiano que tenía enfrente por la ropa ni por la ideología porque tenía las orejas de la curiosidad enormes. Me enseñó cosas tan inútiles como componer palíndromos o la importancia del acné en la literatura de Amis o Bukowski y algo tan útil como leer a Georges Perec y que la mayor fuerza de un narrador es la elipsis.
Si la vejez es un camino de retorno a lo surrealista de la infancia, la muerte en otoño de Félix a una edad mediana donde seguro que si hubiese intuido que iba a dejar de estar lo que más le hubiese gustado es volver a estar, es, como su último libro y las hojas de los árboles en esta estación, amarilla. La parca nos visita por razones que a menudo no comprendemos. Félix se ha muerto de repente, viniendo a la capital para una fiesta, sin enfermedad ni silencio previo a la tormenta, sin parecer jamás, como los moribundos vocacionales, demasiado serio, como para no llenar de gravedad las cosas.
Repaso Dibujos animados, su primer libro, y veo lo que siempre leí en su mirada, un acercamiento a la escritura para sublimar la melancolía de lo que no volverá, intentando, aunque las rocas de la vida le erosionen a uno con la persistencia obsesiva de la marea, cenar, aunque sea en la otra orilla, con el mantel y cubiertos impolutos. El orden cósmico es ajeno a los entresijos de nuestro sainete existencial. Pero ya voy a callarme, a ver si Félix se cabrea y me echa de clase por ponerme estupendo. Sólo espero que encuentre una buena librería abierta allí donde va.
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