Los amigos (José Antonio Labordeta)
Crecen al lado tuyo y se te hacen paisaje inseparable, cotidiano. Son los amigos como árboles íntimos al lado de los cuales buscas tu cobijo en esa dura etapa que es la juventud, con sus amargas horas infelices, sus dudas, sus largas explosiones de júbilo, de lucha de esperanza o de íntima duda ante las largas dudas de la vida, del sexo y de la muerte.
Hay también amigos de la infancia o de la madurez. Los primeros apenas sobreviven al recuerdo. Se pierden en el largo camino de los días y, a veces, emergen para saludarte a ti, con su señora, sus niños y tan lejos de lo que un día fuimos, que ya no los conoces, los olvidas y apenas, alguna vez tan sólo, cuando pasas al lado de una tapia, de una calle perdida o de un árbol batido, los retienes de nuevo, un sólo instante y los dejas perderse para siempre al lado de la tapia, la calle o del árbol que, igual que ellos, también ha envejecido y se te muere.
Los maduros te crecen de intereses concretos, sin misterios. Estás al lado de ellos, porque siempre hay que estar al lado de unos o de otros. Y con ellos estás en el trabajo, en la dura y cretina alborada de los días, pero nunca te rompes para abrirte con ellos, ni les cuentas misterios que no existen, ni les hablas de Dios que, en soportales de allá por el Mercado, te has cruzado con Él. Con los amigos nuevos, no madrugas el alba de tu ciudad perdida, ni meriendas a escote, ni cobijas el amor más íntimo por la misma muchacha. Con éstos guardas viejos resortes que la vida te ha dejado en la piel día tras día.
Son los amigos de juventud los verdaderos: con ellos has fumado el cigarro primero, te has masturbado juntos, has llorado de rabia una tarde de domingo y has, con ellos, por fin acribillado el mundo con tu dedo, reventando de rabia en el Paseo de Independencia agosto un mediodía allá por los cuarenta terminando. Mis amigos de entonces se llaman, todavía, Manolo y su poema y su casa de alcoholes allá en la Almozara cont´´andonos historias como si fuese un viejo aventurero de las tierras del Ebro inhabitadas. Sellama José Antonio -hoy perdido en las suecias-, con su aire tranquilo preguntando mil veces el color de la yerba. Se llama Alfonso, que jugaba al billar como ninguno allá por el Marfíl que subía a al Tubo y apestaba a humareda los sábados de tarde y los domingos. Se llama así Vicente, y verlo que pasaba por la gran Pasarela del Ebro camino de su casa y que ya te decía que Lenin se sabía la historia de memoria. Y se llama Jesús con sus escoplos abriendo la cabeza a ilustres catalanes, cuando en sus ojos lleva la hermosura más densa de ese Jaraba suyo que le agarra, le rompe y le atenaza. Y se me llama Emilio, que ahora es secretario general de cosas utópicas y que todos atacan y que muy pocos saben comocantaba a Alberti en sus palabras, o casi nadie sabe lo que se nos hablaba de Palafox, la calle por los años de dura represión y angustia viva.
Con ellos bailé en bailes de jueves por la tarde. Y merendé cabezas en Casa Tena vieja. Y leímos a Lorca, a Gorki y a Machado. Y con ellos amamos y cantamos y gritamos por la Selva de Oza nuestra dura impotencia de jóvenes airados. Y estuvimos al borde de Niké escuchando a Miguel -antiguo profesor de nuestra historia- cuando ya nos creímos más hombres que muchachos. Y con ellos caímos en la trampa vital de nuestras vidas soportando, con dudas, esta lluvia que fina nos ahoga los lunes cotidianos. Y Vicente y Emilio fueron víctimas de oscos burócratas de mierda. Y Alfonso está tan rico con sus hijos en fila. Y Jesús, de doctor en Barcelona. Y Manolo, de naúfrago de siempre. Y José Antonio, triste en Lund sin democracia. Y yo, aquí, en esta albada, recordándome a todos a la puerta del Parque con diecisiete años y toda la esperanza.
Pero el tiempo ha destruído el tiempo, la esperanza. Los viejos cadáveres se alzan sobre ciudades rotas que ya no son las nuestras. Y la vida te clava las piedras en la espalda y tan sólo te queda la nostalgia de un guateque infeliz con una muchachita que te leía versos, los más cursis del mundo, una tarde octubre en unpiso sombrío mientras tú te creías que la amabas.
Se nos ha ido el tiempo por las calles más amplias, por los parques, por las mañanas frías de nevada. Se nos ha ido el tiempo en las palabras y envejecemos tiernos cada día que avanza.
José Antonio Labordeta (Rescatado de un viejo ejemplar de Andalán)
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