Un canto a la vida.
Ayer me quedé de amo de casa, en compañía de Juan. Mientras él veía a los "Fimbles" y estrujaba a Florrie, yo fui haciendo las faenas de casa. Luego repasé la prensa de la semana, que todavía permanecía intacta, casi por completo.
La tarde fue movida, porque se negó en redondo a dormir siesta. Salimos a la calle de compras y me ayudó en la elección de los chocolates y refrescos. De vuelta a casa (Pablo estaba de cumpleaños con un amigo), baños; cenas; desmontar el Árbol de Navidad y el Belén; una hora de ordenador y a dormir.
Hoy han venido a vernos nuestros amigos Antonio y Seve y hemos paseado bajo el sol del Serrablo, junto al cauce helado del río. Hemos comido juntos, ternasquico asado con cava aragonés, y hemos conversado, hasta que la tarde ha caído como un manto: Ese ha sido el momento de abrigarse y salir a la terraza con el telescopio para mirar a la luna: ¡Siempre andamos mirándola mis dos hijos y yo!
Se han ido "los Cuenca" y Juan se ha quedado llorando, tenía un sueño revoltoso que se le ha ido apaciguando con sopa y dos jarritas de leche templada... Hemos recogido la vajilla de la cena, las ropas, he ayudado a Pablo a terminar los deberes, y me he tomado la infusión relajante. Después me he perdido de nuevo entre los versos del último poemario de Ezequías Blanco "Los Caprichos de Ceres", una colección unitaria de versos originalísimos, que hunden su raíz en la tierra, y que he leído de un tirón. Un poemario distinto: un canto a la vida, al placer y al dolor.
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