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Antonio Pérez Morte

MI QUERIDO LABORDETA (Joaquín Carbonell)

MI QUERIDO LABORDETA   (Joaquín Carbonell)

 

 

 

 

Al presentar “Pongamos que hablo de Joaquín”, mi mirada personal sobre la vida y obra de Joaquín Sabina, me hice la pregunta que me hago siempre. Había dedicado tres años de trabajo a encauzar esa biografía. ¿Y ahora? Lo supe de inmediato: ahora toca Labordeta.

 

Le había pedido a José Antonio que me escribiese una introducción para el libro de Sabina, y no le quise comentar que un día tendría que afrontar su propia biografía. En otro tono, y con otra fórmula, ya lo había hecho: con José Miguel Iranzo le propusimos grabar una película de una hora, donde el propio cantautor va desgranando los episodios más destacados de su vida ante la cámara. Labordeta se muestra brillante como siempre fue, tan habituado a los focos y las miradas. Se muestra ingenioso, divertido, ocurrente, pero también profundo y asolado por esa tristeza que de ninguna manera se podía quitar de encima. También ese día supe que tenía que escribir los momentos únicos que pasamos a lo largo de 40 años.

Todo eso lo supe, pero no se lo dije nunca. La enfermedad le castigó con tal crueldad que al poco de escribir la biografía de Sabina, falleció. No pudo asistir a la presentación que hicimos en tantas ciudades y pueblos.

 

Alguna vez le he comentado a Juana, su viuda, que después de ella soy la persona que más tiempo ha frecuentado su existencia. Desde aquella mañana de 1967, cuando lo descubrí en el escenario del teatro del Instituto Ibáñez Martín, de Teruel, se puede decir que ya nunca dejamos de vernos con mayor o menor frecuencia. Son muchos años, son 43, que se cerraron la madrugada del 19 de septiembre de 2010, cuando falleció en una habitación del Miguel Server de Zaragoza, a la una y media del domingo.

Tenía necesidad urgente de poner eso por escrito, de contar a quien quisiera leerlo, que mi vida cambió de eje a partir de ese momento en que le vi dirigir a unos chicos tímidos e inexpertos, nada menos que una cumbre como “El mercader de Venecia”.

Tenía ganas de contar todo eso. En realidad lo he hecho desde pequeñas colaboraciones que a menudo me han pedido. Pero la mies era tanta, el agua de esa vida era tan caudalosa, que exigía todo un libro. Una biografía que no alcanza las 500 páginas por 1, qué pena...

Piensen si pueden, qué significa para unos chicos de aquella España gris y amodorrada, de un Teruel devastado y acobardado, acudir por vez primera a un instituto alejado de tu miserable pueblo. Llegábamos con timidez que casi era miedo, para enfrentarnos a una nueva forma de aprender y enseñar. Calculen qué les hubiera parecido cambiar aquellos maestros que solían encauzar a sus alumnos, con una vara de nogal o avellano, por un señor profesor que al saludar a sus chicos el primer día de clase les anunció: “Ya sé que tenéis mucho interés en aprobar, que vuestras becas dependen de sacar buena nota. No os preocupéis: estáis todos aprobados ya. Y el que no quiera venir a clase que no venga”. Fue nuestro primer choque con la modernidad, con un mundo desconocido, donde por vez primera se nos trataba como adultos. Por supuesto, nunca faltábamos a sus clases.

He tenido la fortuna de compartir a este maestro toda mi vida. Por eso este libro ha sido sencillo de redactar; solo tenía que poner a trabajar mi memoria para extraer pasajes de cada una de las etapas de su vida, que en gran medida, ha sido la mía. No me dejo vencer por la nostalgia ni por la ternura que nos suele deparar el recuerdo de la juventud, para endulzar aquellos años. Por fortuna hay otros testigos que también coinciden en la trascendencia de aquellos maestros como Labordeta, que quizás sin saberlo, hicieron de nosotros lo que hoy somos. Recuerdo que mi compañero de pupitre Federico Jiménez Losantos destacó sobre aquella etapa escolar una sentencia luminosa: “En aquella época de Teruel éramos los más modernos de España. Lo que pasa es que España no lo sabía y Teruel tampoco”.

En gran medida, José Antonio Labordeta fue uno de los responsables de que aquellos chicos crecieran hacia un futuro, donde la ética y la responsabilidad fueran agujas de nuestra brújula. Se lo conté a José Antonio una mañana, en esas visitas cuando ya la enfermedad le impedía pisar la calle. Se lo solté con cierta solemnidad, esperando que captase mi ironía gruesa. Le dije: “Labordeta, gracias a ti hoy día puedo decir que soy un desgraciado”. Labordeta me miró sospechando que detrás de esa sentencia venía el chascarrillo. Nos conocíamos tanto que a menudo el simple tono de nuestras voces anunciaba si aquello iba en serio o en broma. Pero la contundencia de mi afirmación lo desconcertó: “¿Un desgraciado?”, preguntó. “Eso es. Mira, yo a los quince años me fui a la Costa a trabajar de botones, luego de camarero, luego de somelier… A estas alturas yo podría ser un empresario hotelero de gran fortuna. Pero fui a Teruel a estudiar, apareciste tú y gentes como Eloy Fernández o Pepe Sanchis Sinisterra, me inyectastéis en vena libros y músicas y aquí me tienes: hecho un desgraciao”. Labordeta descubrió ya que mi relato traía buena carga de somardería, esa veta del humor que crece en Aragón. Me miró con la misma desgana y me sentenció: “No Joaquín, tú no eres un desgraciao. Eres un pringao, como yo”.

Tenía ganas de poner todo eso por escrito porque sé que el personaje lo merece. No abundan tipos como este Labordeta que fue capaz de mandar al carajo a un grupo de señores diputados sentados en las poltronas de todo un Parlamento nacional. Eso no suele suceder. Por eso, la noche en que soltó aquella agreste frase, media España supo que todos los políticos no son iguales, media España confirmó lo que ya sospechaba: que Labordeta era uno de los suyos. Un tipo así merece que su vida sea contada. No andamos sobrados de personajes tan auténticos, nobles, valientes, audaces y rebeldes. En realidad, una vez ausente Labordeta, yo no conozco a ningún otro.

 

Recorrer la vida de José Antonio Labordeta es pasear de la mano por la historia de los últimos 50 años de Aragón y por supuesto de España. En Aragón su huella es abrumadora: creador de la Nueva Canción Aragonesa (que él con su humor socarrón definió como “Nova Cançó Baturra, recogiendo el soniquete de la Nova Cançó). Cofundador de “Andalán”, esa revista cultural de izquierdas, que trató de quitar la costra baturra a un Aragón soñador de nubes. Siempre contracorriente, siempre fuera de la parva, siempre peleando contra una tierra que pretende regresar a un futuro de opacas miserias. Labordeta se convirtió de inmediato en la diana de una burguesía (¡) local que odiaba que alguien leyese novela americana… Ahí estaba reluciente la figura de su hermano Miguel, añorada toda la vida por José Antonio, como alocado tocapelotas de esos mediocres funcionarios zaragozanos.

Y la televisión. Y la cultura. Y la orientación a los más jóvenes. Y las canciones. Y el Parlamento nacional. Son muchas cosas. Tantas que ahora me doy cuenta de que he redactado la biografía del último español añorado con sinceridad innegociable por un pueblo necesitado de referencias. De gestos nobles y de experiencia doctoral. Ya no hay locos, gritaba el poeta, después de enterrar a Don Quijote. Labordeta es de momento el último taciturno, el eterno mosqueado, el fundador de la IDA, la Izquierda Depresiva Aragonesa, un reflejo de estos seres iluminados, de los que entran cuatro en ocho docenas. Y él fue el primero.

Joaquín Carbonell

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